La historiografía sobre el terrorismo de ETA viene sufriendo en los últimos años una auténtica revolución. Se confirma así que los cambios de perspectiva de la sociedad ante un fenómeno se acompañan de otros paralelismos en la consideración de este en el pasado. La dimensión que trabajosamente han adquirido las víctimas del terrorismo como agente social ha tenido como uno de sus corolarios la mayor y distinta atención que les prestan los investigadores sociales, perdiendo a cambio sus victimarios el monopolio que antes habían detentado como objeto de estudio.

Por mucho rigor con que se trate el asunto, no es la misma empatía la que se genera siguiendo el día a día del comando que prepara un atentado que hacerlo desde el punto de vista del solitario empresario al que se reclama un dinero y al que se presiona mafiosamente. El salto de héroe a villano es el que distancia la literatura de los comunicados de ETA de las cartas amenazadoras de la banda contra los empresarios. El vacío moral que enmascaran las palabras altisonantes de los primeros se revela de manera palmaria en la letra metálica y pragmática de sus terroríficas misivas.

Tirar del hilo económico que sostuvo una organización que en sus mejores momentos dispuso de hasta seis millones de euros de presupuesto anual resultaba un imperativo analítico claro. «Buscar el dinero» es la obligación del investigador, policial o social, para desmontar la «condición de posibilidad» de cualquier grupo delictivo. Cuando se seca la fuente de recursos, el activismo decae o desaparece: esa es una de las causas poco apreciadas del final de ETA.

Lo sorprendente es que tan evidente preocupación haya llegado tan tarde. Las razones son varias. La primera remite al embrujo que, durante un tiempo, también entre los historiadores y otros científicos sociales, causó la propia acción del activista, al que no se preguntaba sobre el origen de su financiación. La segunda tiene que ver con la relación entre urgencia e importancia (eficacia versus efectividad): para policías, políticos, periodistas y científicos sociales era menos brillante dar cuenta de la detención de una pieza del aparato de extorsión que de un comando operativo.

En tercer lugar está la razón más evidente: perseguir el hilo económico y desentrañar su trama es asunto de gran complejidad y de escasas fuentes (por ejemplo, aquellos «papeles de Sokoa» de 1986 y los libros de cuentas y listados de chantajeados). «Chercher l’argent» sólo fue posible cuando la policía pudo desasirse de la presión de los «años de plomo», o cuando historiadores y científicos sociales han empezado a disponer de la suficiente información, documental y oral, a partir de octubre de 2011.

Este libro –o, mejor, los dos libros a que dio lugar‒ comenzó con la visita de un empresario extorsionado a Josu Ugarte Gastaminza, animador del centro de investigación por la paz, los derechos humanos y el desarrollo sostenible Bakeaz, hoy desaparecido y disuelto. Aquel le propuso a este que, entre sus informes, afrontaran uno sobre «el insondable fenómeno de la extorsión de ETA».

El estudio comenzó a mediados de 2012 y dio como resultado dos libros, producto también de las desavenencias sufridas dentro del amplio grupo investigador que acogió el Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto cuando se formularon algunas preguntas cuyas respuestas podían afectar a la estabilidad tradicional de algunos agentes de nuestro statu quo vasco. De resultas de aquella división surgió Misivas del terror, coordinado por Izaskun Sáez de la Fuente, y centrado en los aspectos sociológico, antropológico, filosófico y ético, y ahora este segundo volumen, La bolsa y la vida, que lo hace desde los restantes abordados en su inicio: el histórico, el de la seguridad, el jurídico y el estrictamente económico. Al final, uno y otro compondrían una obra de conjunto, la primera que por fin aborda en extensión y profundidad el complejo mecanismo mediante el cual ETA sobrevivió durante casi cincuenta años.

La trama era realmente compleja. Comenzó con lo que empiezan siempre estas cosas hasta que se profesionalizan: con las ayudas del entorno y las cuotas de los partidarios. ¡ETA recaudaba pequeñas cuotas de sus miembros! Como lo leen. Entre tres y cinco pesetas semanales a principios de los años sesenta, como cuentan aquí Gaizka Fernández Soldevilla y Francisco Javier Merino, cuando todavía no se había dado el salto a la violencia. Y también recibía ayudas de empresarios nacionalistas, de dentro y de fuera del país, a quienes se acudía como hipotéticos miembros de una llamada «Resistencia Vasca».

En tanto que aquello no reportaba dividendos suficientes, la división funcional de la organización remitió a su sección militar la tarea de robar bancos para proveerse de dinero. Con él podían adquirir armas y explosivos e incrementar así su presencia mediante acciones violentas y de propaganda. A este medio le siguió el de la extorsión a empresarios, el mal llamado «impuesto revolucionario», inventado por Xabier Zumalde y sus «Cabras», y ensayado ya en la primavera de 1970 en su reducto del Alto Deba. Desde 1975, los «polimilis» lo estandarizaron. El tercer procedimiento fue el de los secuestros a empresarios, comenzado a su vez a comienzos de 1972 con el de Lorenzo Zabala.

El séptimo mandamiento –«No robarás»‒ todavía mantenía cierta consistencia entre los primeros etarras, lo que obligó a un doble proceso de desfiguración. Primero mezclaron la necesidad de financiación con acciones de prestigio que les proporcionaran cierta legitimidad social: robaban-extorsionaban-secuestraban para su causa y organización, pero a la vez hacían que parte del dinero revirtiera en el entorno (mediente, por ejemplo, incrementos salariales forzados, desbloqueo de negociaciones de convenios).

La dimensión de ETA como poder alternativo al del Estado, que establece y asegura otra legalidad y legitimidad recaudadora y de gasto, o que protege a la comunidad de todo tipo de males y alienaciones a los que la condena el enemigo español (de las películas X al tráfico de drogas), es un asunto de primera importancia que todavía espera sus estudios. En segundo lugar, la estrategia legitimadora de la extorsión recurrió a la parte marxista de la esencia ideológica de ETA para justificar requisas correctoras de la extracción de plusvalías que llevaba a cabo la clase burguesa.

Eso unido a las responsabilidades patrióticas del empresariado vasco, un asunto al que desde el principio no parecían muy inclinados estos. Así que, como en otras tantas ocasiones, no tuvieron otro remedio que acudir a la coacción. En el caso más extremo, ésta acabó en muerte: dieciséis empresarios fueron asesinados por las diferentes marcas del terrorismo vasco. Un 40% de las acciones tuvieron un afán recaudatorio; el resto eran propagandísticas, estrictamente políticas o necesarias para mantener el clima de terror sobre el empresariado y sobre el conjunto de la sociedad. Después de asesinatos como los de Ángel Berazadi (1976) o José María Korta (2000), el dinero corrió a raudales: era difícil sustraerse a la invitación.

Prestigio, política, propaganda, sentido de la existencia de la propia ETA y de su mundo se mezclan en el mayor éxito conseguido por la banda y la acción más costosa de su trayectoria: el cierre del proyecto de central nuclear en Lemóniz. Entre un tercio y un cuarto de los veinticinco mil millones de euros (de 2016) en que los autores estiman los costes directos cuantificables de la acción de ETA se lo llevaría esa operación. (No se nos olvide añadir aquí que el 90% de la factura la han sufragado todos los españoles durante años con su recibo de la luz.) Después vendría la corrección del trazado de la autovía de Leizarán y, pasados los años, y ya sin éxito, la oposición al tren de alta velocidad.

El capítulo del libro de Florencio Domínguez, a día de hoy el mayor experto en ETA y actual director del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo, constituye un relato pormenorizado, preciso y documentado de toda la economía de la banda, desde los atracos entre 1965 y comienzos de los años ochenta a los secuestros que generaron más de cien millones de euros, terminando en la compleja industria de la extorsión que tuvo «en nómina» hasta nueve mil posibles víctimas. Ahí se explica cómo se distribuían los dineros, qué actividades y entidades no terroristas se beneficiaban de ellos o en qué empresas o negocios legales se sospecha que blanqueaban sus capitales. Un punto de partida provisional, pero suficiente para edificar en el inmediato futuro toda la trama que sostuvo a la organización y a algunos de sus entornos.

El libro coordinado por Izaskun Sáez de la Fuente, con la participación en este apartado de gente versada, como los profesores Xabier Etxeberria y Galo Bilbao, abordaba la terrible cuestión ética de que el empresario extorsionado, si se resignaba a pagar, era consciente de que su dinero serviría para mantener e incrementar la acción de la banda y nuevas extorsiones sobre otros empresarios.

Era sabedor de la doble maldad de su acción: intrínseca y derivada. Este asunto se trata en La bolsa y la vida a partir de la responsabilidad del Estado en su funcionalidad original hobbesiana: asegurar la seguridad interior de sus ciudadanos y el imperio de la ley única y común. El mismo Estado incapaz de proporcionar esas seguridades se veía obligado a perseguir legalmente a cuantos no se resistían a una casi insuperable coacción: en suma, perseguir a quienes no había podido proteger. Teo Santos, ertzaina, y José María Ruiz Soroa, jurista, abordan esta responsabilidad estatal en dos planos diferenciados.

El primero concluye que el contraterrorismo estuvo más conducido desde la política que desde la policía y que hasta muy tarde –a partir del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo del año 2000‒ se caracterizó por sus pocas sinergias, por la renuncia a una intervención integral («multiagencial»). En ese sentido, la investigación y la acción contra la trama económica de la banda se retrasó extraordinariamente, a pesar de que desde los primeros momentos, y a lo largo de los años, las diferentes policías contaron con buena información sobre el tema.

Pero resultó inútil. El resultado fue que los empresarios se veían indefensos ante la presión y que, con la excepción de los navarros afiliados a su sindicato patronal regional, no encontraron ni en la política ni en el Estado una respuesta que les reportara seguridad. Es más, el manual de autoprotección con que se les obsequiaba contribuía si cabe a incrementar aún más la sensación de peligro y abandono. Por su parte, Ruiz Soroa explica cómo hasta 2012, y aunque la norma lo establecía con suficiente claridad, nunca se enjuició a nadie por el pago de la extorsión, lo que ilustra suficientemente la debilidad del Estado para abordar la cuestión del terrorismo económico.

En este punto, el jurista se hace algunas preguntas: ¿por qué nunca –o hasta muy tarde‒ se habló de este asunto? ¿Por qué se mantuvieron la opacidad y el secreto o incluso se utilizaron las respuestas a la extorsión como argumento para la confrontación partidaria? ¿Se le dieron demasiadas facilidades a ETA para seguir financiándose? ¿Se sostuvo el entramado económico en un reducto profesionalizado, o demandó la participación de un número abultado (y detectable) de colaboradores?

Diez puntos de PIB y trescientos mil vascos menos

Y se llega así a la parte final del libro, la que afronta la compleja evaluación de lo que nos ha costado a todos ETA y su acción. Esta sería la cuarta razón que explicaría por qué el tema se aborda tan tarde. Siendo extraordinarios los costos directos de la acción terrorista –esos veinticinco mil millones de euros estimados‒, son mucho mayores los de la economía que impidió. Muchas inversiones locales y, sobre todo, extranjeras anuladas, muchas vocaciones empresariales frustradas, mucha sucesión de empresas que no llegó a producirse, muchas firmas vascas trasladadas a otras regiones, o incluso un turismo capitidisminuido por un escenario social poco atractivo, suman recursos que normalmente hubieran llegado o no se hubieran ido. Calcular ese importe es resultado de la aplicación de modelos econométricos contrafactuales, necesitados de comparar el país real con una Euskadi modelizada e imaginada sin ETA.

El resultado de la comparativa informa sobre los montantes económicos perdidos. Como se ve, un problema metodológico arduo que ha espantado hasta no hace mucho a quienes se acercaban a esta investigación (con excepciones que se citan, como los trabajos anteriores de Alberto Abadie y Javier Gardeazabal (2003), Rafael Myro, Alberto Colino y Patricio Pérez (2004) o luego, insistentemente, Mikel Buesa). Con todas las dificultades, el historiador de la economía Pablo Díaz Morlán (con ayuda de Borja Montaño) se moja y concluye, aunque sin intención definitiva, que el costo de ETA referido a la economía que impidió sumaría –restaría en realidad‒ diez puntos de PIB regional con trescientos mil vascos menos (lo que contribuiría a maquillar per cápita sus efectos). Esto es, el PIB regional, en un mundo contrafactual en el que ETA no hubiese existido, estaría diez puntos por encima del actual.

La afirmación global, convenientemente justificada en el texto con todo tipo de números, incluye otras menores, pero también de gran interés y que permiten explicarlo todo mejor. La economía vasca en absoluto se desplomó –a pesar de momentos como el de la desindustrialización y reconversión de los años ochenta‒ y resistió a ETA, entre otras razones, por estar muy pegada al suelo (la figura del pequeño y mediano empresario local muy arraigado en la comunidad) y por ser menos dependiente de la inversión extranjera. En sentido contrario, su músculo, tradición y atractivo como región industrial y productiva hicieron del terrorismo, a pesar de su letalidad, un factor más entre otros diversos negativos que los inversores extranjeros sopesaban antes de venir o de incrementar su apuesta en el país. Igualmente, el impacto sobre el turismo –evidente, como se ha demostrado a partir de 2011‒ quedó en parte compensado con la aparición del Museo Guggenheim bilbaíno y, en todo caso, su presencia en el conjunto del PIB regional (5%) es mucho menor que en otras comunidades.

El apoyo fiscal y político de un sistema soportado en el autogobierno hacendístico ha constituido otro de los argumentos fuertes que han ayudado a mantener lozana la economía local. Las especulaciones sobre hasta qué punto España acudió en ayuda suplementaria de Euskadi en los años ochenta con los fondos para hacer frente a la desindustrialización o en todo este período por la vía de las cuentas del cupo y la renegociación del Concierto Económico abren un panorama insondable que deja a la vista Pablo Díaz Morlán. En todo caso, concluye que, a fecha de hoy, no puede afirmarse una sobrefinanciación expresa, declarada y formal para corregir los efectos nocivos del terrorismo, como sí hizo, por ejemplo, Gran Bretaña para paliar la situación de Irlanda del Norte. El cálculo de los dos mil millones de euros anuales que obtendría el País Vasco como ventaja con la cuenta del cupo ha tenido (y tiene) más que ver con la debilidad de los gobiernos en Madrid que con la constante del terrorismo. En todo caso, el tema queda a disposición de futuras investigaciones.

Finalmente, en un acercamiento a la cuestión económica realmente extenso e intenso, macro y micro, se abordan los efectos del terrorismo en el día a día productivo, y se denuncia lo pernicioso de los mismos, no siempre advertidos, pero realmente persistentes, incluso hoy, cuando ya median casi siete años desde el final de la banda. El capítulo se titula significativamente «ETA y la corrupción vasca». Por ejemplo, desde el inicio de la Transición (o incluso antes), las relaciones laborales tuvieron en Euskadi un factor distintivo: el uso de la violencia las intoxicó, haciéndose presente en muchas negociaciones.

La clase empresarial fue estigmatizada por un discurso socialmente muy penetrado que los convertía en enemigos del país («Obrero despedido, patrón colgado»), lo que ha contribuido a una merma importante del capital social vasco: los niños no quieren ser empresarios y sus padres prefieren para ellos el plácido sosiego de la plaza funcionarial. La extendida microextorsión, además de encubrir en ocasiones prácticas delincuenciales sin parapeto político o ideológico, colocó en las comunidades locales a unos individuos por encima de otros, básicamente con el argumento del «primo de Zumosol», más presente de lo que incluso han contado las novelas sobre este tema. El libro ilustra sobre la cuestión.

Veinticinco mil millones de euros y trescientos mil vascos que podrían haber sido y no fueron. Jubilados inmigrantes que se volvieron a sus lugares de origen ante el panorama violento de su país de acogida, ese número indeterminado de vascos que expulsó directamente el terrorismo grande y pequeño, empresarios que se trasladaron con sus empresas a regiones colindantes de la vasca, expectativas familiares que se limitaron y que contribuyeron así a no incrementar el número de sus vástagos.

Siguiendo con los contrafactuales, son otros tantos vascos que no fueron posibles por la violencia. No pueden compararse, de ninguna manera, con los que ya vivían y mató el terrorismo, pero son también parte de sus consecuencias. La consecuencia de un factor que invirtió aquel loable aserto utilitarista de Jeremy Bentham cuando decía que el objetivo de la política y de la gestión de lo público era lograr «la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas». Aquí ocurrió lo mismo, pero al revés, y este libro lo cuenta.

Antonio Rivera es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. En la actualidad dirige el proyecto de investigación «Violencia política, memoria e identidad territorial. El peso de las percepciones del pasado en la política vasca». Sus últimos libros editados son Antología del discurso político (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2016), Naturaleza muerta. Usos del pasado en Euskadi después del terrorismo(Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2018) y, con Eduardo Mateo, Verdaderos creyentes. Pensamiento sectario, radicalización y violencia (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018). Próximamente coeditará en la editorial Comares ¿Qué saben de su historia nuestros jóvenes? Enseñanza de la historia e identidad nacional.

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